domingo, 20 de julio de 2014

Salina Cruz, Oaxaca.

Hoy recordé aquellas estancias de vacaciones en Salina Cruz, en el estado de Oaxaca. Las noches con mucha humedad, con ligeros vientos que proporcionaban breves instantes de frescura. El ambiente del parque principal, mientras el ruido incesante de los zanates inundaba toda la plaza y sus alrededores y caminaba uno entre senderos empedrados llenos de tonalidades blancas, productos de los desechos de estos animales. Las huidas a las maquinitas de arcadia situadas a un lado de Palacio Municipal, o tiempo después, a otros videojuegos que estaban pasando la calle, más o menos a la mitad de la plaza. Recordé aquellos juegos situados en una de las esquinas del parque con sinuosos caminitos de piedra rosada: esos juegos para niños que, seguramente, habrán desaparecido, pues los niños de estas generaciones ya no han de jugar. El lugar donde me enamore por primera vez, precoz, a los ocho o nueve años, de la pequeña Carmela, quien tiempo después haría la más hiriente broma acerca de mi. Rememore aquel monumento en una sección del parque, que siempre me pareció que era a la madre, pero del que jamás pregunté que conmemoraba, como buen niño a quien solo le importa jugar y vivir.
Recordé el viejo quiosco. Aquella estructura circular, con su puertecilla de color negro, metálica, siempre cerrada, aunque tenía un truco para poder pasar a la parte superior de este. Los locales donde vendían raspados, refrescos, hamburguesas, frituras, comida. Sentado en las bancas del parque, con sus motivos vegetales y sus colores blanco o verde oscuro, viendo el tiempo pasar, echando tiempo con la familia, disfrutando de vivos colores en aquellos vasos con hielo raspado, sabores multiesencia que ya habrán desaparecido al 100 por sabores ya tratados, cuando en aquel tiempo eran de nanche, uva, fresa, durazno, todas frutas que allí mismo se preparaban. O podías optar por tomarte un refresco Titan, o coca cola, todos en su botella de vidrio, todos para mitigar un poco aquella humedad que impregnaba la piel y le daba un aspecto grasoso.
Los olores del mercado, en una de las contraesquinas de la plaza principal. Con sus inditas vendiendo totopos de dulce o normales, en una gran variedad de tamaños, o tazas y ollas de barro cocido, o tortillas gigantescas, hechas a mano. Entrar y buscar en un lado de la zona interior del mercadito al señor de las revistas usadas: allí obtuve muchísimos ejemplares de revistas que ahora no existen ya. O ir a la zona de fondas y disfrutar de un champurrado, o de la comida típica de Oaxaca. Pasear por las grandes avenidas del primer cuadro de la entonces pequeña ciudad. Si caminabas por el noreste del palacio municipal, más allá de la terminal de autobuses, como a unas ocho cuadras, llegabas a la zona del puerto y si sabias donde buscar, podrias darte un chapuzon en un pequeño malecon.
Recordé este lugar donde importaban más los recuerdos que atesoraba en cuanto a los edificios, a los aromas, al lugar en si, que a mi "familia". Que bueno que ellos no constan en ninguno de mis recuerdos...

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