sábado, 4 de febrero de 2012

Busqueda

Veo lejano tu cuerpo como la gracia del olvido, suave néctar de cruel esparcimiento, en la sólida perdida paulatina de mi memoria. Extraño el espacio que dejas ausente en cada silla. El aroma que no aprecio ya, porque se ha esfumado de mi sangre. Añoro tu risa, cálida como el verano y tus ojos, lejanos en su fin como el mundo que nunca salgo a conocer, dada mi propia y humana crisis existencial. Demoro un poco cada minuto en decirle al mundo lo que siento y así pasan semanas enteras, y nunca encuentro un momento especial, ese instante de éxtasis en el que pueda decir un te amo libre de prejuicios y vacilaciones, que entre en contacto contigo y te bese en la mejilla mientras me ves con tus ojos cubiertos por la suave brisa del océano de pensamientos. Levanto un poco la vista y me hallo inmerso así, de pronto en la incertidumbre de no saber como extrañarte.
Saco un cigarro y aún con las nauseas que ya me provoca quedo inmerso en los pensamientos de mi mente inquieta. Intento dibujar tu silueta con el humo sin éxito y me contengo de no llorar. El día se ha ido tornando nublado y la vida vuelve a las calles en el bullicio de la piedad. Las calles avejentadas me dan la bienvenida y me invitan a la reflexión. Mientras voy sin rumbo debido a una mala planeación. Saludo a todos los muertos que han pasado por aquí con una reverencia y no puedo evitar sonreír porque he sido engañado todos estos años y apenas me he dado cuenta, pero no me afecta. Ya para qué. De cualquier forma, el pasado que siempre me persigue seguirá visitándome hasta el día en que a mi me toque formar parte de los gigantescos muros del recuerdo. Seguirá, inexorable, el mundo en su paso, firme, decidido, y yo iré a visitar lugares nuevos. Estoy seguro de que tendré deseos de hacer algún viaje al extranjero, me lo merezco, creo.
Paso debajo de los pequeños puentes entre callejones, formados por los pasos de un edificio a otro. Menuda cacofonía imaginaria, cuando siento que cada pared me cuenta los sucesos de siglos, acontecimientos que engalanan la soledad del tiempo. Un pequeño periodiquero interrumpe el celebre sonido de mi enmarañada consciencia. Me ofrece involucrarme en la bulliciosa vida de la piedra que forma la selva gris que se forma alrededor mío y para callarlo por un breve instante le acepto el canje, busco unas monedas y le pago para que me deje tranquilo un rato más; me dispongo a tomar vuelo de nuevo y por poco caigo de espaldas al recibir de golpe mis propias sensaciones. A veces no sé que hacer con tantas ideas que surgen. Con tantos pensamientos. Sensaciones. Con algunas me deleito. Disfruto cada aroma que la ciudad me ofrece –aún con su tapiz de fondo nauseabundo- pero en otras ocasiones me oprime el pecho, exige todo de mí y no descansa hasta dejarme exhausto y libre de toda bondad. Me tienta, me incita a la violencia a mí, que no he matado ni siquiera algún sueño guajiro que pudiera surgir de mi raquítico pecho. Cierro los ojos entonces. Me pienso. Me doy vida. Y permanezco erguido cuando las fatídicas gorgonas de los sueños llegan y limpian con el paisaje, dejándome desolado y aprehensivo.
Ahora quiero un café. Probablemente uno de esos cafés extraños que venden a precios exorbitantes mezclas exóticas a las personas que solo están deseosas de un estatus que un vasito de cartón bellamente ataviado les dará ante los demás, introduciéndolos al mundo moderno, mientras yo me hundo cada vez más en la mazmorra de mi mediocridad y exijo un pago inocuo por las actividades hechas en una agotadora jornada.
Y de pronto recuerdo que todo esto comenzó por ti, por no olvidarte, por extraerte, por desearte. En algún momento me distraje y perdí mi camino pero ahora, al recordar, no puedo evitar sumergirme en los recovecos de mi cabeza, todo por complacerte  en tu último deseo: desnudarte. Extasiarte mientras que, con la tenue vela de mi vida, reconstruyo la vida junto a ti. Pequeño logro comparado con saber que sigues viva y luchas por no irte. Mi memoria táctil te sigue poco a poco, mientras la curva de tu delgadez se extiende y me muestra los pliegues de tu ternura. Tu mirada me atrapa en un enorme boquete y me permite deslizarme. No sé hasta donde llegará esto, pero me imagino deberá terminar pronto antes de que nos deje agotados a ti y a mí, perdidos en un mundo que no nos comprende en nuestros deseos y nos niega nuestra inmortalidad.
Quiero recordar tu piel jugando con las formas bajo las sabanas. Necesito rehacer cada instante de ese día, o de cualquier otro que te traiga, inefable, dichosa. Misteriosa en tu sonrisa y clara en tu deseo de vivir.
Veo lejano tu cuerpo. Y tu esencia se desvanece y juega conmigo. Podría ser peor. Pero no me convence. Porque esta vez quiero, deseo más. No lo niego ya. Deshago tu esencia, para luego armarla una y otra vez, chocando las piezas en un esfuerzo raquítico para invocarte. Que aparezcas y que nada más importe. Volver a tocar tu alma a través de tu cuerpo y soñar una vez más con el cielo que se oscurece siempre a mi alrededor. Enceguecido ya de celos, busco tu nombre perdido en la distancia, más solo hallo las huellas inermes de la soledad, pasajera en el viejo tren que me lleva de nuevo, una y otra vez, a mi lugar de origen. Donde nací y de donde nunca he partido. Visitaremos las viejas parvadas de metas de vida y romperemos el cáliz de nuestra existencia en una vorágine inexplicable de arduo y agotador sudor imaginario.
Y sin embargo, siempre te salen esas alas diabólicas, tan llenas de tristeza. Y te vas sin decirme nada, como siempre, de cualquier manera. Nunca te despedías y con una sonrisa pícara, me enseñabas la lengua y divertida corrías antes de que yo te alcanzara. De alguna forma siempre te gustaba huir de mí. Como si en ello te fuera la existencia.
Recuerdo, por ejemplo, aquella ocasión en que motivados por la naciente idea de dar un mochilazo, nos fuimos a explorar por dos días el mundo… terminamos en un pequeño bosque a las afueras de la ciudad. A veces te detenías para juguetear a que te perdías, así, por siempre, de mí. Yo fingía no hacerte caso y terminabas poniendo en tu rostro una linda expresión de enojo. A mi secretamente me encantaba verte así, molesta, como si fueras una pequeña niña caprichosa. Y era el forcejeo de tu cuerpo entre mis brazos el que hacía latir muy rápido mi corazón, hasta que tú, también jugando, fingías defenecer y de pronto, tu mirada chocaba con la mía. Así, abrazada, me gustaba tenerte. Y verte y no ver el pasar del tiempo en esa fracción de mundo que éramos solo tu y yo. Algunas veces, el beso que seguía era apenas un picorete travieso. En otras, un silencioso murmullo de amor. Y en las menos, un turbulento espacio de pasión pura. Así te amaba. Dueña de ti misma. Incontrolable, indomable. Y así te fuiste, con la cálida promesa de volvernos a ver algún día. Y mientras la ensoñadora fragancia que ahora intentaba desesperadamente recordar al mismo tiempo que buscaba perderla, me daba cuenta de que sin ti, la vida como la conocía yo desde niño, se reducía, efectivamente, a ser nada…

No hay comentarios:

Publicar un comentario