jueves, 21 de julio de 2011

No he dejado de soñar desde que la ví...

No he dejado de soñar desde que la vi. Tan perfecta, que no para de seducir, aún con la distancia en medio de todo. Y yo corriendo, aprovechando la tormenta, para declarar mi amor a primera vista, empapado, sin poder pensar, pero seguro de los hechos.
Era mi costumbre llegar después de la una a casa. Después de todo, en algún momento tenía que comer algo, y las frituras de la calle provocaban terribles dolores de estomago, que a veces tardaban días en quitarse. No tomaba medicamentos, pues mi educación y experiencia con ellos no dejaba pie a duda: en mi organismo, un placebo podría resultar nefasto, ya no digamos una medicina realmente potente. Y aprovecharía para terminar algunas tareas y sentarme a cambiarle de canal una y otra vez, aburrido de la televisión, pero seguro que en este día no encontraría nada más divertido.
A las cuatro de la tarde decidí dar un paseo. Fumaría un cigarro –me mareaban terriblemente, consecuencia de dejar el vicio por cuatro años, pero me daba algo en que entretenerme- y saludaría a las viejas amistades del barrio; aún con cuatro años aquí, y conociendo a muy pocos, pero teniendo una buena relación, extrañaba a mis viejos amigos: el Rulas, Moi, Saúl… todos con algo que decir, pero las perores circunstancias para decirlo. La muerte de uno de ellos terminó por separarnos definitivamente, a menos que uno tomara la iniciativa, y buscara a los otros.
Solo por fotografías viejas conocía muchas de las calles de la ciudad, pero esos empedrados caminos eran admirados por un melancólico de mi talla. A veces, solo tomaba el metro para caminar, sin más, por las calles del centro. El pleno gusto de poder aspirar el aroma a historia; poder observar cada recoveco de los edificios, intentando saber a que o cuál estilo arquitectónico pertenecían me dejaba satisfecho. Nunca le atinaba: por ciertos libros que leí, disfrute mi gusto por la arquitectura orgánica. Me decía a mi mismo que me construiría una casa con ese estilo algún día. Pero enloquecía viendo el conglomerado de épocas reunidas en unos pocos edificios. Gigantescos bloques pétreos, rivalizando con estructuras hechas de tabiques microscópicos. A veces, me imaginaba el zócalo con sus jardines, protagonistas de los paseos dominicales. Sombrillas elegantes bloqueando el paso del astro de fuego, pequeños globos tirando de uno a otro lado, mientras que, a lo lejos, la gente se aglutinaba para subir al tranvía. Apenas los carruajes y algunos carros, modernos monstruos tecnológicos, daban fe de la lucha que sostenía a diario la modernización con lo antiguo. Y yo en medio, vestido a la usanza de unos ciento y cacho de años en el futuro, veía a todos pasar, sin poder moverme de la excitación. Mi imaginación, producto incólume de la voluntad, me mantenía en una posición provechosa para ser un espectador fuera de su tiempo.
Y allí, dentro del torbellino de imágenes y sonidos; alrededor del mosaico de aromas que nunca dejaba de sorprenderme, pues al recrear en mi mente tantos, deleitaba aún más mi imaginación… allí, bajando de uno de los tranvías, la veía por primera vez. Suavidad de su rostro moreno, emplazando la naturaleza del tiempo que os aqueja, pero que, amorosamente, nos cobija. Iba con su madre, atendiendo las gentiles sonrisas que en rededor suyo provocaba admiración de las mujeres y las atenciones desmedidas de los hombres. Pero la visión, la bienaventurada visión de sus ojos, era solo mía.
Pude seguirlas a través de la plazoleta. El paseo entre semana no era muy común en mi época, pero en esta edad soñada podía recrearla cuando a mí me placiera, y mi corazón, siempre en búsqueda de la perfección, anonadaba cada uno de mis sentidos con ella. No entendía muy bien de vestidos, pero el encaje blanco resaltado sobre la tela de tonalidades sangre, fusionaba una y otra vez el detalle de su faz morena clara, rematando en unos ojos miel que invitaban al descanso y a la paz. A través de los pequeños guantes la sombrilla, en tonos metálicos, pero con la parte superior en el mismo rojo que el vestido detenían la luz, y la refractaban a cualquier otro lado, para no tocar su cuerpo.
Pero no fue nada comparado al momento en que, asombrado por mi propia capacidad, olvide lo cerca que pasaba de mí, y el aroma de su piel trastorno mis sentidos. Era como estar en todos lados y en ninguno a la vez; como tocar el cielo, y caer a la tierra, presa de mil dolores angustiosos… era como estar solo con ella, y que el mundo solamente girara en torno suyo. No podía evitar sacar de mi mente esos pensamientos y la exacerbada índole de mi súbito enamoramiento de este, mi fantasma más anhelado, pretendía cerrarme a la panacea más sublime.
Al alejarse un poco más, y permitirme volver al control de mis pensamientos, no pude evitar pensar en detener esa imagen por siempre, guardándola en el palacio de mi memoria, para activar el recuerdo cuando por fin conociera a esa diosa en mi tiempo, y bajo mis condiciones. Pero pensé que mi eterna Rafaela, mi ángel guardián, se enojaría conmigo, pues ese palacio era suyo por regalo mío, y decidí que solo sería una invitada. Podría acudir a nosotros mi hermosa señora, y verme bailar con mi ángel de misericordia, y podríamos iniciar nuestra amistad. Después de todo, las llaves del cielo eran suyas, y tendría toda una eternidad para comprender el hecho de que sin conocerla ya la amaba…

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