domingo, 6 de marzo de 2011

EN LA PARADA DEL TROLEBUS

Y la vi. No supe que hacer al instante, pues mi cuerpo había desajustado todos mis sentidos. Pero eso no importaba. Su negra cabellera contrastando con el grisáceo de sus ojos, rematados por párpados semi divinos, carecía de expectativa ante la divinidad que les proporcionaba. Y por dentro lloraba, seguro de volver a ver, en esta ocasión, y por última vez, a esta adorable y angelical visión de muerte. No pude resistir, y termine como un cobarde, sin fuerzas y desgano suficiente para hacer temblar al mundo. Era el mundo que se vengaba de mí. Despreciaba mi ayuda. Rememoraba mi maldad. Despedía mi elegancia. Asfixiaba mi voluntad, antes indomable, para retomarla como parte de ella misma. Y ella seguía parada, allí, en la parada del trolebús, ahora cuidado y amado por mí, por haberla transportado a su destino, pronto; vivo. Pero no pude moverme. Solo memorice las placas, e intente, desde mi prisión emblemática, resguardar el dulce aroma de vida que de ella emanaba, para atesorarla, como un niño atesora sus juguetes, próximos por la distancia, pero inseguros en un mundo de otros niños, como él, pero malvados. Todo en el camino circundante solo llegaba hasta ella: su tranquilo andar por el pasillo, angosto, pero seguro, de aquel transporte; La simpatía, imaginada por mí, desde luego, que inducía a un pasajero, -al que no pude ver el rostro por estar de espaldas hacía mi persona, pero que odie toda mi vida, por haberla visto a los ojos, tan cerca- a cederle el asiento, y el que ella me diera la espalda al quedar acomodada en tan querido lugar, porque sí, memorice hasta el asiento exacto. Ahora me tocaba mi turno de sufrir por unos breves minutos, eternidades basadas en el terrible canibalismo de Cronos, para con sus hijos. Ciertamente me veía ridículo, pero en lo absoluto me molestaba. Yo ahora, y por siempre, solo tendría ojos para observarla, en ese cálido recuerdo que azoraba mi mente de maneras inconcebibles para un mortal cualquiera, pero perecederas en mí abrigada esperanza de volver a verla. Aún hoy, con tantas lunas sobre mis costados, le siento tan cerca, que de vez en cuando un murmullo de dolor escapa de mis labios agotados por el recuerdo. Desde entonces he llorado silenciosamente. Esperando cada día a esa hora, la marcha por la calle silenciosa de mis lamentos, la parada acusadora de mi desgracia, y el trolebús maldito de mis amores enfermos…

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