martes, 22 de febrero de 2011

MONICA: CAPÍTULO PRIMERO... EL FRESCO AROMA DE LOS RECUERDOS

El fresco viento de la noche agitaba mis sentidos, cuál si presintiera mis deseos más oscuros y se dispusiera a engullirme lentamente. Poco a poco me iba acercando a aquella feria que removía mis recuerdos y me obligaba a recordar escenas ya roídas en mi cabeza. La putrefacción de mis latidos aparecía para recordarme que, a pesar de todo, seguía siendo humano. ¡Malditos sentimientos! No me dejaban en paz. Solo quería olvidarla. Pero no podía. El embriagante aroma de su sexo me excitaba a cada paso, y la imaginaba, con sus raros cigarrillos entumiéndome el alma….
¡Cuanta variedad de luces multicolores! La vejez de mi alma se hacia patente. No lo disfrutaba. Los horrores de la niñez me mantenían atado a un sinfín de sensaciones, a las cuales en determinados momentos prefería ignorar abiertamente, seguro de que pasarían. De pronto, nuevas visiones: las sabanas pegadas al esbelto cuerpo que presenciaba, embotando mis sentidos, como si se tratara de un ritual sangriento de deseo carnal y de raciocinio espiritual. Solo esos viejos recuerdos. Solo ellos. Prendí un cigarro, y yo también me dispuse a intentar descubrir mis más hondos secretos. Y siempre volvían a ella. El suave aroma de su piel blanca; los pequeños y delgados vellitos rubios que cubrían cada centímetro de ese amado rostro, cubiertos por sudor. En verdad había sido una buena noche aquella. La gozaba, aún cuando ahora solo fuera un breve escozor en mi cabeza. Ya habían pasado dos años desde aquello, y me parecía que había sido ayer: mi papel en la vida era cumplido de manera sistemática, reflexionando sobre el gozo de sus besos. Pero sus ojos… sus ojos me dieron la estocada final.
Era como si me perdiera de nuevo en esos diez minutos tan intensos. Diez minutos… ¡caray! Sólo viéndola a los ojos. Un mundo nuevo aparecía ante mí. Una selva frondosa de sensaciones como cuchillos puntiagudos, afilándose en mi piel viva. Cientos de enigmáticas flores que yo jamás había visto, todas con pétalos adornados con su nombre. Intrínsecas mariposas volando a mi alrededor, confundiéndose con el entorno, revoloteando alegres, como burlándose de mi podredumbre mental. Caminaba por ese sendero descubierto embobado con aquella visión, hasta llegar, después de un caminar ligero, al centro de aquella estructura psicológica. Entonces veía ante mí el verdadero tesoro de su alma: su terrible soledad. Encadenada como si esperara al buitre que saciaría su hambre insaciable, para luego dar una vuelta en lo que cada órgano ficticio volvía a renacer, como si ese festín fuera todo en aquella enorme cavidad de su mirada. Pero no era soledad como la mía. No, esta era distinta. La disfrutaba a cada momento. Extasiado como estaba, era presa fácil de aquella orgía en mi mente. Entonces supe que era momento de salir de ahí, o me vería esclavizado para siempre en ese mortuorio y amoroso espectáculo…
Desperté de nuevo frente a la muchedumbre. Los niños con sonrisas que no compartían conmigo. Los caballitos, cuyas sonrisas bizarras contrastaban con la soledad de mi corazón. Decidido a escapar para siempre de mis cavilaciones, volvía sobre mis pasos, seguro de que jamás volvería a ver una feria mientras tuviera vida, caminando hacia la ramera infinita que me extendía los brazos, amorosa…

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