martes, 22 de febrero de 2011

de Jack

Como esperaba, las pocas lámparas daban a la calle un aspecto feroz proporcionaban un haz de luz circular que iba degradándose conforme recorría unos cuantos milímetros de su fuente. Me parecía, en cada mirada, que descubría el secreto de cómo lograr en mis pinturas semejantes degradados naturales. El leve silbido del viento cobraba vida propia, a la espera del momento adecuado para atacar, apoyado por las sombras y sus formas inimaginables. Lo acompañaba el lejano ruido del agua que recorría los tubos de drenaje por debajo de mí. Caminaba poco a poco, y sentía claramente mi corazón a una velocidad anormal. El sudor copioso en mi cuerpo denotaba el gran esfuerzo por comportarme como un hombre y no salir corriendo, temeroso tal vez, de que el correr desatara la furia y la persecución de mis imaginarios vigilantes: monstruos sibilantes y asesinos creados por mi imaginación; aunque seguido ocurría que aquellos entes, que en noches, años o décadas anteriores, me asaltaran –y fueran responsables de quitarme esa sensación de seguridad que tenía desde que mi madre amorosamente me cantaba en la cuna- en mis sueños febriles tomaran la forma de esos monstruos silenciosos, y se volvieran más temibles y desesperantes.
La caminata era larga, pues esa era la calle que con mayor prontitud me llevaría a mi casa. Hacerlo de otra forma significaría dar tres vueltas por callejones más cortos pero igual de impredecibles, y el monto en tiempo superaba en ese trayecto unos quince minutos, que dados a mi imaginación significaban un tenue momento de vida o de muerte. Pasaba junto a tres cajas de madera enormes cuando escuche el primer sonido. En esos momentos tratas de convencerte de no mirar atrás, y en cambio se acelera el sentimiento de que debes correr antes de que te alcancen, y tu razón te grita, probablemente más espantada que tú, que te asegures de si te siguen. No lo hice. Trate de mantener la calma, aún cuando en instantes sentía mis piernas fallarme y detenerse, y seguí adelante. Los pequeños faros, giraban en torno a mí, como si quisieran que visualizara aquellos llamados “ojos de buey” que los policías londinenses utilizaban en aquella lejana época en sus rondines nocturnos, y que solo podían observarse como un punto casi inexistente, y a poca distancia. Imaginaba a mi admirado destripador salir de entre la maleza de lo abstracto, para asestar el temerario golpe que me despojaría de la vida. Pero más me lo imaginaba, en estos instantes, dándome la oportunidad, en mi agonía, de ser su primer víctima varón, mientras me desangraba y lo miraba desgarrar furiosamente mis genitales.
Al salir de estas imágenes aterradoras, me di cuenta de cuanto había caminado. Fue entonces que me atreví a voltear, con el segundo ruido. Pierdes la conciencia de que tan lejos se oyen esos sonidos, por el aumento del eco al no haber un alma más que tú. Me pareció allí, donde había observado aquellas cajas, ver a una persona parada, pero no pude resistirme más, y corrí, ansioso por llegar a casa. Pero la futilidad de aquella sombra tardaría meses en desvanecerse de mis sueños, no así de mis recuerdos, al parecerme increíble el haber escapado de mis propios miedos por un momento…

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