viernes, 18 de febrero de 2011

Cotidiano

Tan embobado podía observarla a través de la ventanilla, agrupando meticulosamente los chalecos mientras pedía la nota que una hora antes se me había entregado. Con el cabello recogido, dejando caer como ondulantes recuerdos de mi niñez sus caireles, enlutados por la genética y la herencia, que permiten a las formas caprichosas del Sol reflejarse abiertamente.
Mientras me perdía en la oscuridad de sus ojos, incipientes diálogos con el cielo, regresé aturdido, debido a sus reclamos sobre si la estaba escuchando. Una pequeña arruga, dibujada en la zona izquierda de su nariz le daba un aspecto travieso y tierno. Quizá se diera cuenta de que me había embobado en ella mientras hacía su trabajo, y por el tono proferido a su solicitud, entre juguetona y diáfano, parecía haberle divertido un poco e intentaba reestablecer una reconexión conmigo, trayéndome de nuevo al mundo real que compartía, por lo menos unos instantes, con ella.
Intentaba ser seria, pero mi rostro desmadejado por la sorpresa, sin poder atinar a hilvanar una frase correcta -o probablemente el intenso color rojo que se había dibujado en mis mejillas- parecía provocar en ella una mueca, casi sonrisa, divertida.
Esa actitud me sereno un poco y me permitió contestar a su pregunta, mientras extendía la pequeña hojita amarilla, completamente arrugada, y preguntar de cuanto era mi adeudo, pues me había pasado del tiempo reglamentario y tendría que pagar una multa por ello. No me importaba; en ese momento la joven enfrente de mí merecía cualquier excusa para poder disfrutar, por lo menos unos instantes más, su compañía. Saqué un billete ya todo maltratado y, apenado, pues no tenía otro, lo extendí sobre el mostrador. Ella, ya vuelta de nuevo a su papel de servidora pública, lo recibió, me dio mi cambio y sin volver a mirarme, pronuncio mi nombre para que, al contestar, me devolviera mi credencial y pudiera asomarse y pedir que siguieran los siguientes clientes.
Y mientras comenzaba de nuevo mi trajinar en la cotidianeidad, me maldije por no haberle preguntado su nombre al lucero que ilumino, aunque sea, por unos momentos, el éxtasis de mi vida…

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